Carlos Moreno, el urbanista que revolucionó la forma de pensar las ciudades con su concepto de “la ciudad de los 15 minutos”, es uno de los principales expositores de la Primera Conferencia Climática Internacional “Compromiso Latinoamericano”, que se convoca desde este martes y hasta el jueves en el Complejo Ferial Córdoba.
Nacido en Colombia y radicado en Francia desde 1979, Moreno es profesor asociado de la Universidad Panthéon Sorbona y director científico de la cátedra “Emprendimiento-territorio-innovación”. Ha recibido numerosos reconocimientos internacionales, incluido el Pergamino de Honor, de ONU-Hábitat.
En esta entrevista, Moreno repasa cómo evolucionó su concepto de la ciudad policéntrica tras la pandemia, la importancia de la gobernanza local frente a los lobbies automovilísticos, las adaptaciones necesarias para América latina y los riesgos de la expansión urbana descontrolada. También reivindica el caminar como modo de transporte y plantea los desafíos de una densificación urbana que no sacrifique la calidad de vida.
–¿El concepto de la “ciudad de los 15 minutos” sufrió cambios tras la pandemia? ¿Se ha modificado o sigue vigente en su forma original?
–El concepto mantiene sus elementos fundamentales. Se ha vuelto viral y popular en todo el mundo: mis libros están en 13 lenguas. Eso refleja cómo una gran comunidad global lo ha adoptado en sus fundamentos: policentrismo, sentido de pertenencia a la ciudad, barrios más verdes, prósperos, multiservicio, más compactos y con menor huella de carbono. Además, se ha profundizado: hoy contamos con una comunidad científica mundial que lo desarrolla. Creamos el Observatorio Mundial de las Proximidades Sostenibles junto con ONU-Hábitat, CGLU (Organización Mundial de Ciudades y Gobiernos Locales) y otros actores. En Europa, por ejemplo, la Unión Europea financia desde hace cinco años proyectos colaborativos sobre este tema, involucrando al menos tres ciudades, laboratorios académicos, sector privado y organizaciones. Mi último libro censó más de 120 iniciativas en Europa.
–¿Qué nuevas dimensiones se sumaron al concepto?
–La dimensión económica, por ejemplo. Hay que crear empleo local, empresas relocalizadas, circuitos cortos, aprovechar materiales y saberes locales. Eso nos llevó a formular lo que llamamos la “nueva economía geográfica de la proximidad sostenible”. También se amplió el enfoque logístico: si queremos comercio de cercanía, necesitamos una logística de cercanía que no implique atravesar toda la ciudad con camiones. Se incorporó la idea de salud urbana, distinguiendo entre cuidado (curativo) y bienestar (preventivo). Otro eje nuevo es la vivienda asequible: ya no debe ubicarse en zonas periféricas con dependencia del automóvil, sino integrarse a ciudades más compactas. Todo esto refuerza la vigencia y la evolución del concepto.
–¿Cuál es el rol de la gobernanza local frente a estos desafíos y frente a resistencias como las del “lobby” automovilístico?
–Es clave. Los gobiernos locales deben asumir una visión firme. En París, por ejemplo, la alcaldesa Anne Hidalgo adoptó esta visión, lo que generó resistencias muy fuertes, incluso acusaciones absurdas como “quitarle la libertad a la gente” por reducir el espacio del automóvil. Pero con el tiempo se demuestra que es el camino correcto: más verde, más caminable, más transporte público, menos carbono. Cuando los gobiernos ceden al populismo o al miedo, retroceden políticas que buscan el bien común. Por eso es fundamental que mantengan el rumbo, incluso frente a minorías ruidosas que representan intereses particulares.
–¿Cómo se adapta el concepto a las realidades de las ciudades latinoamericanas, con su complejidad social, barrios cerrados y servicios públicos desiguales?
–En América latina, y también en partes de Asia, no podemos aplicar el modelo europeo sin adaptaciones. El concepto debe responder a las particularidades locales. Hay tres ejes fundamentales: el primero es la vivienda digna con acceso a servicios. En muchas ciudades, las casas no están vinculadas a servicios básicos, como educación, salud, cultura, deporte o comercio. En barrios cerrados, esto también se reproduce: no hay servicios y se depende del auto. El segundo eje es el trabajo. Después del Covid-19, se abre la posibilidad de reconfigurar el empleo. Hay que convocar al sector productivo para transformar la economía informal en economía popular y relocalizar producción. El tercer eje es el cambio cultural respecto del automóvil. En América latina, tener auto es un símbolo de estatus. Hay que desmitificar eso y mostrar que caminar o andar en bicicleta no es sinónimo de pobreza, sino de una vida más sana y eficiente.
–¿Cree que se ha logrado instalar la idea de que caminar es un modo de transporte?
–En ciudades como París, caminar es la principal forma de desplazarse. Esto es posible por la mezcla urbana: panaderías, escuelas, médicos, parques, todo cerca. Pero en América latina, si caminás, te miran raro o te consideran pobre. Hay un cambio generacional en curso, personas de entre 20 y 40 años que están más sensibles al cambio climático, a la contaminación y al tiempo perdido en el auto. En Bogotá, por ejemplo, un estudio calculó que el tiempo anual perdido en embotellamientos equivale a las vacaciones pagas: 15 días al año atrapados en el tráfico. Eso es una aberración.
–En muchas ciudades latinoamericanas, como Córdoba, se sigue creciendo hacia la periferia. ¿Qué consecuencias tiene esto?
–La expansión urbana es un espejismo. Parece fácil, pero tiene consecuencias graves: largas distancias, dependencia del auto, accidentes, pérdida de tiempo. Además, aumenta los riesgos frente al cambio climático. Basta ver las inundaciones recientes en Bahía Blanca o las olas de calor y frío cada vez más intensas. La artificialización del suelo agrava todo: afecta la biodiversidad, altera la cadena alimentaria, genera sequías o inundaciones. En América latina no hay todavía una conciencia ciudadana suficiente sobre cómo el desparramo urbano incrementa esos riesgos.
–Pero cuando se habla de densificar, también aparece el temor a la gentrificación. ¿Cómo se equilibra eso?
–Con una verdadera política urbana, que hoy no existe. En general, la densificación está guiada por intereses del mercado inmobiliario. Necesitamos una densificación a escala humana, lo que los anglosajones llaman “gentle density”: no edificios de 50 pisos sin alma, sino construcciones que respeten la privacidad, usen materiales nobles, permitan ventilación y luz natural, tengan vegetación y espacios comunes que fomenten comunidad. La clave está en la regulación pública. Sin ella, mandan los desarrolladores, que hoy responden a lógicas financieras y no al bien común. El caso de Estación Central en Santiago de Chile es un ejemplo de lo que no hay que hacer: torres de 25 pisos sin condiciones adecuadas de vida, con gente que tarda 20 minutos en bajar por el ascensor.
–¿Qué opina de la verticalización extrema, como la de algunos barrios en Hong Kong o el Costanera Center en Santiago?
–Son ejemplos de densidad mal concebida. El Costanera Center, el edificio más alto de América latina, está semivacío. Tiene un gran centro comercial en sus primeros pisos, pero no se puede decir que sea un éxito urbano. En cambio, una densidad razonable puede generar bienestar si se integra con diseño, materiales adecuados, espacios verdes y servicios. Sin regulación pública, el resultado es lo contrario: gigantismo sin calidad de vida. Y eso es lo que debemos evitar.