El crudo invierno llegó junto con las ansiadas vacaciones de julio. Al fin de la primera etapa académica, podríamos considerarla una hipótesis diagnóstica de cómo viene el proceso de aprendizaje.
Pasaremos a puntuar algunos síntomas que nos debieran alarmar.
En el nivel primario
- Desgano para ir a la escuela a veces verbalizado y otras a modo de síntomas físicos (cefaleas, gastritis).
- Dificultad o imposibilidad de hacer las tareas autónomamente, especialmente a partir de cuarto grado.
- Inconvenientes importantes en la lecto-escritura y la interpretación de consignas.
- Obstáculos en matemática, muy especialmente en la resolución de problemas.
- No registro de pruebas o tareas que da la maestra.
- Despreocupación por los malos resultados.
- Sensación de que él/ella no sabe nada, no puede nada.
- No poder con la copia de todo lo que está en el pizarrón.
En el nivel secundario
- Materias en las que no se alcanza el promedio.
Aquí abramos un paréntesis. El cambio de nivel es un sacudón muy fuerte. Casi 14 materias con sus respectivos profesores, cada cual con su didáctica, sus exigencias y su modo distinto de acercarse al alumno y de evaluarlo.
Para comprender, como siempre, hay que hacer un poco de historia.
¿Cómo le fue al estudiante en el primario? ¿Daba indicios de autonomía y compromiso con el aprendizaje? ¿Con qué nivel de lectura comprensiva salió? ¿Tiene hábitos de estudio propios o fue permanentemente ayudado por los padres o por algún docente que brindaba apoyo particular?
- Padres que en primer año los sueltan porque consideran que “ya son grandes”.
Inteligencia y deseo
Imposible dar pautas generales sobre qué hacer con cada hijo y con su distinto modo de aprender.
Sería importante, al menos, distinguir si es sólo desgano (sin confundirlo con vagancia) o si hay hay herramientas deficitarias.
Inteligencia y deseo son los dos pivotes del aprender.
Quizá lo más grave son los problemas del deseo: la apatía, el levantarse de hombros frente al fracaso, el no sentir necesidad de tener logros.
Pondría en cuestión lo de “vagancia”, ya que dudo que haya una vocación o un deseo de fracasar.
El “vago” suele tener profundas razones, muchas veces inconscientes, por las que la inteligencia (al decir de Alicia Fernández) suele quedar atrapada por lo emocional y, por lo tanto, no está disponible para el acceso al conocimiento ni para una sana socialización.
Cuándo pedir ayuda
Como siempre, el momento ideal para iniciar un proceso de cambio es cuando aparece la angustia como señal de alarma de un “esto no da para más”.
Junto a la angustia, asomará la impotencia, la baja autoestima y el sentimiento triste de desilusionar a sus padres.
Por su parte, los progenitores oscilan entre el sentimiento de fracaso y el enojo traducido en promesas, penitencias y sermones.
Pero fundamentalmente, cuando la situación que rodea al tema escolar en casa viene deteriorando el vínculo padres-hijos. Ahí hay una señal roja de “peligro”.
Ese es el efecto menos deseado. Rodear lo escolar con conflictividad familiar no ayuda.
Quizá, en un proceso terapéutico, preguntarse como padres “qué hay de mí en lo que le pasa a mi hijo” aclare el campo, reparta las responsabilidades y aliviane el camino hacia la solución.
Quizá también las vacaciones de invierno sean una pausa en lo académico para reconectar con los hijos desde otro lugar.
Mirarlos y escucharlos para ver no sólo cómo están aprendiendo sino cómo están creciendo.
Y cuando aparezca el temido aburrimiento, no precipitarse a solucionarlo y dejar que en ese espacio-tiempo, algo de los recursos personales y la creatividad se pongan en juego.
Deseamos que la presencia de los chicos en casa estos 15 días no sea vivido como un problema para los adultos, sino como una posibilidad de encontrarse, conocerse y disfrutarse.