Se cumplen 10 años del primer grito colectivo de Ni Una Menos. En 2015, una mujer moría cada 30 horas a causa de la forma más extrema de la violencia de género: el femicidio. El 3 de junio de aquel año, más de 50 mil personas se movilizaron en la ciudad de Córdoba, así como en otras 80 ciudades de todo el país.

Tan sólo unos meses antes, el 21 de septiembre de 2014, la noticia del femicidio de Paola Acosta había conmocionado a la provincia. Ella y su hija, de apenas un año, habían sido arrojadas en una alcantarilla en el barrio San Salvador. Paola fue asesinada a golpes por el padre de su hija, Gonzalo Lizarralde, y la pequeña sobrevivió de milagro.
Más tarde, el 11 de marzo de 2015, Córdoba se vio nuevamente sacudida por el femicidio, esta vez, de Andrea Castana, asesinada en el Cerro de la Cruz de Villa Carlos Paz. El detonante a nivel nacional fue el femicidio de Chiara Páez, en Santa Fe.
En ese momento, la sociedad todavía estaba en proceso de entender realmente la violencia de género. Pero a nivel colectivo, hubo un sentimiento de empatía que fue lo que hizo que la marcha de esa tarde fuera mucho más masiva de lo esperado.
La causa que materializó la necesidad de salir a la calle fue compartida y no discriminó edad, género ni clase social: a las mujeres nos estaban matando y nadie hacía nada al respecto. No era necesario formar parte de un partido ni identificarse como feminista, solo repudiar la condición que oprimía a las mujeres. Un gran grupo entendió que era una cuestión estructural, algo que necesitaba un llamado de atención urgente y un cambio significativo.

En ese marco fue que muchas chicas, algunas de corta edad, asistieron a la marcha acompañadas de sus madres, tías o alguna mujer de referencia. Hoy, a 10 años de esa primera aproximación y transitando el comienzo de su vida adulta, recuerdan el estallido.
El primer acercamiento a la lucha colectiva
Bianca Masuero tenía 13 años cuando fue a la marcha con su mamá, su mejor amiga del colegio, Martina, y la madre de ella. Bianca y Martina no sabían mucho sobre la convocatoria, pero no dudaron en ir cuando sus madres, que habían seguido el caso del femicidio de Chiara Páez, se lo propusieron.

Bianca recuerda ese día con claridad: “Me sorprendió mucho la cantidad de mujeres que había. Nunca me había sentido así, rodeada de mujeres, en un ambiente que me hacía sentir cómoda. Éramos muchas que aunque no nos conocíamos, estábamos juntas, luchando por una causa que nos movilizaba a todas”.
Aunque era chica, se empezaba a preguntar por las diferencias estructurales de la sociedad: “Me acuerdo de ver la cara de mi mamá y hacerme muchas preguntas: ‘¿a cuántas mujeres les tocará atravesar estas cosas? ¿por qué nos pasa esto? ¿por el simple hecho de ser mujeres?’ Eso me marcó y me dolió muchísimo. Creo que fue recién ahí que entendí lo que sufrimos en un mundo tan desigual”, recuerda conmovida.
Ese primer acercamiento significó un punto clave para decidir cómo quería seguir transitando y luchando en su vida: “Me di cuenta de que quería estar de este lado para siempre. Tenía muchas ganas de luchar, quería informarme más, quería ir a las marchas. Sentí la necesidad de estar presente de alguna manera u otra”, explica.
Con 12 años y transitando el primer año del secundario en el colegio, Camila Aguilar fue a la marcha del 3J con su prima, las amigas de ella y su hermana. Aunque admite que no sabía bien de qué se trataba la convocatoria, tampoco se cuestionó su asistencia porque tenía algo de conocimiento sobre lo que era la violencia de género, incluso sabía sobre casos cercanos de abuso sexual o violencia.
Al igual que Bianca, tiene recuerdos vívidos sobre ese día: “Me acuerdo de que nos juntamos en la casa de mi abuela a hacer los carteles y a pintarnos. Sentía una especie de adrenalina, sobre todo cuando llegamos a la marcha. Yo preguntaba ingenuamente qué significaban los cantos, y los aprendí y canté a los gritos junto a mi hermana, mi prima y todas las mujeres que estaban ahí. Recuerdo patente que una de las consignas que más se repetía era que se nombre femicidio a lo que en ese momento se conocía como crimen pasional. Fueron muchas sensaciones, pero sobre todo me sentí acompañada y muy cómoda”.
Para ella, ese primer contacto fue sumamente significativo. Camila había sido abusada sexualmente por sus dos primos y después de ese día, pudo hacérselo saber a su mamá y a su hermana. “Desde ese día me fui interiorizando mucho más en el tema, seguí yendo a las marchas, actividades y encuentros feministas; pero lo más importante fue poder visibilizar mi situación de abuso. Yo creo que haber sido parte del movimiento feminista en esos momentos me salvó la vida”, cuenta con dolor.
Cómo fue crecer conociendo la problemática
La problemática de la violencia de género no es nueva sino que es una realidad que muchas mujeres viven desde tiempos inmemorables. Lo cierto es que no se nombraba: el miedo hacia lo que pudiera suceder estaba latente y la falta de visibilización y herramientas también.
En este sentido, la marcha del Ni Una Menos se configuró como un espacio en el que se luchó pero también del cual se aprendió. Muchas mujeres empezaron a identificar situaciones de violencia de género y la necesidad urgente de poner en palabras lo que estaba ocurriendo. A las mujeres nos siguen matando, eso sí. Pero las nuevas generaciones crecieron en un contexto donde cada vez hay más herramientas, visibilidad y contención.
Bianca indaga en los recuerdos sobre su trayectoria adolescente junto al movimiento y afirma: “Crecer teniendo conciencia de la violencia hacia las mujeres fue bastante angustiante. El tener que pedir que no nos maten fue duro de entender, pero poder identificar y ponerle nombre a esta situación me ayudó mucho a tomar conciencia temprana. Empecé a distinguir dinámicas injustas, a entender qué comentarios y actitudes no eran normales, a registrar situaciones de violencia en mi círculo y poder hablar con otras mujeres sobre esto”.

Piensa en todas las mujeres que no tuvieron este acompañamiento y refuerza lo positivo de este cambio: “Nuestra generación creció más preparada para cuestionar, problematizar y no quedarse callada ante este tipo de situaciones. También tenemos más acceso a información, espacios de debate y redes de apoyo que antes no tenían la misma visibilización. Se habla mucho más de género, derechos y desigualdades y esto generó una conciencia colectiva mucho más instalada. Este cambio es muy importante”.
En aquel momento, Camila sentía enojo pero entendió que ese abrir de ojos había sido muy trascendental: “Fue muy agobiante para mí. Sentía mucha impotencia y me enojaba ver las noticias, cómo la gente normalizaba ciertas cosas o hacía chistes sobre el tema. Pero, a la vez, me hizo ser mucho más consciente de un montón de cosas, y eso, ya de más grande, me ayudó muchísimo”. Además, en su momento, significó ponerle nombre a la situación de abuso por la que estaba pasando y a no quedarse callada: “Estaba mal y no era mi culpa. Ahí entendí que tenía que hacer algo para que se terminara”.
En comparación con las generaciones anteriores, hace énfasis en la organización colectiva: “Nosotras crecimos ya sabiendo que algo estaba mal. El femicidio, el acoso, la desigualdad estaban ahí, pero el feminismo nos dio el lenguaje, la fuerza colectiva y la visibilidad para nombrarlo. Hoy contamos con herramientas que antes no estaban al alcance: redes sociales para denunciar, para organizarnos, para sostenernos; leyes que aunque no siempre se cumplen, existen gracias a la lucha previa; y sobre todo, una conciencia feminista que nos permite identificar violencias que antes eran naturalizadas”.
De todas formas, le parece importante reconocer que la lucha es histórica: “Todo esto no significa que fuimos las que lo iniciaron. Quizás ahora tenemos más acceso, pero siempre peleamos contra las mismas estructuras. La diferencia es que ahora la lucha es colectiva. A aquellas que abrieron el camino, les debemos todo”.
10 años después, el reclamo sigue latente
Los tiempos cambian, los años pasan, la sociedad avanzó, pero los reclamos que fueron el norte del primer Ni Una Menos siguen existiendo. A diez años de ese primer grito, las jóvenes reafirman su convicción por la lucha feminista.
Camila tiene 22 años y su activismo ya no se materializa en las calles: “Hace unos años que no voy a las marchas. Mi familia no condenó a mis abusadores y me hicieron creer que no estaba bien hacer pública la situación. Pese a eso, siguieron yendo a las marchas y acompañando al movimiento feminista. Yo decidí cuidar mi salud mental y no ir, para no cruzármelos y tener que enfrentar ese momento”.
De todas formas, remarca que la militancia no se hace solo en las calles: “Pese a todo esto, me sigo sintiendo profundamente parte de esta lucha. Desde mi lugar, con las herramientas y posibilidades que tengo, intento aportar hablando del tema, acompañando a otras, informándome y reflexionando. La lucha feminista no está sólo en las calles, también está en las decisiones de todos los días”.
Bajo esa reafirmación, le agradece a ese primer Ni Una Menos: “Muchas cosas cambiaron desde ese día. Sobre todo, cambió la idea de que estábamos solas. Ahora, sabemos que somos muchas, que podemos apoyarnos, y hoy más que nunca entendemos que tenemos derecho a vivir una vida libre de violencias”.
Bianca tiene 23 años y sigue igual de convencida que ese 3 de junio de 2015: “Esa primera marcha me enseñó la fortaleza que tenemos como mujeres y sobre todo el poder de la colectividad, de lo que se puede lograr cuando juntas nos organizamos. Hoy, diez años después, sigo viviendo con los mismos ideales y con la misma tristeza de saber que, si bien el movimiento creció muchísimo, se sigue asesinando a una mujer cada 30 horas en Argentina. Estoy convencida de que vamos por buen camino, así como también de que queda mucho por recorrer”.